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Fernando García Cuéncar*

Poemas seleccionados del libro Del posible adiós**:





La taberna es un barco


Hasta el alba aullamos los blues de la Joplin,

pero es imposible sanar

de las heridas abiertas a la noche.

Una boca

para inventar un rostro

es amarte porque no estás;

no nos aman los labios

que nos queman la soledad,

no nos aman...

Hasta el alba flotamos

en el lodo del lupanar,

como en una fiesta de ladrones de fuego.

Y al sediento mediodía

la luz nos latiga los ojos,

y un espacio hondo se nos crece

pecho adentro...




Por tantos ojos perdidos en la vacuidad infinita


ahora hay un cirio encendido y un cigarrillo que se apaga.

Apretujado en mi rincón, con los dientes apretados

y las manos muy endebles,

en la voraz incertidumbre de mi cuerpo en su cápsula de hielo;

vela el fuego que cruje contra mi sombra

y el perro que ladra contra su miedo...

No hay estrellas,

un polvo innoble las ha borrado todas;

motores, máquinas, industrias; vuestro es el reino.

Velan los puñales de la ira detrás de las esquinas.

Velan las comisuras hambrientas y los ardidos hoyuelos...

El amor vale cien pesos cuando los hermanos de la carne

se aman en silencio.

Vela Dios desde su nada sin la mirada de los hombres;

ganas de envolverme para siempre

en mi zurcida cobija de infancia

-en sueños me paseo por las calles cubierto con esta ala roja.

En fin, ya no recuerdan mi teléfono,

y un solo golpe de sus manos sobre mi puerta

les desgranaría los huesos.

Velo entonces porque los muertos no dormirán esta noche.




Vuela el olor de las cebollas


Soy un niño y ya las chimeneas escupen para permitir la noche,

y el aullido de las sirenas cesa la ronda de los piñones...

Siempre extranjeros en los hoyos de los muros, los pájaros

asoman curiosos las cabezas;

a esta hora

mi padre trepa la calle con las manos machucadas

y el cuerpo roto bajo el uniforme burdo...

A las cinco y treinta de la tarde,

entre el aire agitado que lamen los pálidos neones,

mi madre hace volar el olor de las cebollas.




Mientras llueven los misiles


Uno apenas es un dado lanzado al vacío,

un viajero efímero a cada segundo;

la hormona del poder

ha fecundado la tierra

y hay un niño que canta

sin vientre,

bajo la lluvia fosforescente

de misiles en la noche.





Espiral de humo en forma de hoja de hierba para Walt


Pinta Manhattan la cascada de tu barba en este frío que blanquea

rascacielos, y en los mendigos —hermanos de las ardillas—

que esgrimen tu sonrisa cuando el cielo está mecido por cintas de

gaviotas,

y lloras y cantas con los niños

que van en procesión hacia las raíces de un gran pino del Central

Park con el gato ahorcado,

o con el hombre solitario que se come los ojos sangrantes

de una muchacha que amó enloquecido en una calle ciega.

Pero hay una margarita junto a los muchachos

que se aman en un cuarto raído de orín y droga blanca;

tú en la mitad de los dos cuerpos otra vez estás llorando

y tu voz asciende al cielo

y prende un cometa en la madre libertad

que tampoco tienen tus hermanos.

Un ángel esclavo de tu amor

cuida tu sueño

a través de la tierra,

porque tu pecho ardido para inhalar se levanta,

y California tiembla

al acomodar tu bocanada.

La hierba más verde clama por tu semen,

hay un amigo de brazos caídos cada vez que el sol se acuesta;

esposo al fin de la hierba más casta.

Hoy serías enemigo del uranio que atomiza primaveras,

y camarada de los satélites

que llevan la buena nueva de la fraternidad de la espiga.

Viejo convertido en estatua de mariposas, por mirar la luna.




Gracias al aire, el fuego a sí mismo se acaricia


y las clavijas, templan tu palpitar canturoso.

Que las golondrinas se vayan dejando invierno en tu ventana;

déjalas ir, son tus sueños trocados en canto.

Tornen a nosotros, pájaros trovadores de invierno

a incendiar nuestras sangres con su fuego.

Como una guitarra de ensueño en las garras

de una paloma, el corazón secreto es

volatinero de evocaciones;

pero yo canto a las cuerdas del aire

rasgadas por un ángel roto.

No imagino menos en el corazón noctámbulo de una cigarra,

y no espero más del que abraza

la cintura de una sirena

con el ardor de un náufrago.




El primer retorno


El Cosmos navega en tus ojos

y en tu pubis se gesta una vorágine.

Allí sumerjo un almendro y un temblor infinito,

quiero tocar el centro de la tierra con mi almendro.

Sumerjo entonces una mano,

otra mano y los pies

y la cabeza y todo mi ser sucumbe

en tu centro.

Allí se gesta mi cuerpo entero.

Muero, me descompongo,

maduro, reverdezco

y me filtro

en la maravilla de tu savia.





***




*Bello, Antioquia. Colombia. 1961. Filósofo de la Universidad de Antioquia. Poeta y cuentista y promotor de lectura. Profesor de Literatura y Filosofía: Instituciones Educativas de secundaria en Medellín, Copacabana y Bello. Director de la Casa de la Cultura y el Instituto de Bellas Artes de Copacabana, Ant. Profesor de Humanidades y Ciencias Sociales en el Politécnico Jaime Isaza Cadavid. Coordinador de Cultura de la Secretaría de Educación y Cultura de Medellín. (1998-2001). Promotor de Lectura en los municipios del Valle de Aburra, COMFAMA. (2004-2010). Profesor de Literatura en el Tecnológico de Antioquia. Promotor de lectura Hospital Pablo Tobón Uribe. Director de la Biblioteca Pública Municipal de Girardota.
**Selección publicada en la Revista Cosmogonía. (2019). Núm. 12. pp.56-63.


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