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La carne se hizo verbo y se habituó entre nosotros*



Por Andrés de los Ríos

andresfelipedelosrios@gmail.com


Sangre: La sangre es cuando uno mata a un amigo. (Paula Andrea López, 9 años)


Por todos es bien sabido que Colombia ha sido un país en donde la sangre salta a borbotones. Desde la jungla a las aceras, la sangre ha marcado caminos, corredores de espanto en donde el polvo y llanto han alzado barrios. Perdigones, minas antipersona, bombas de gas, animales bomba (de los mayores absurdos), machetes, hachas, motosierras; y cuantos medios para destrozar cuerpos se han inventado, las macabras prácticas dejan poco espacio para respirar calma; para hacer una caminata donde los pies no se nos tiñan de rojo.


Tanto de esto hemos sabido que nuestro mural colombiano, a diferencia de la Guernica de Picasso, está en tonos carmesí. Le hemos pintado montañas y ríos rojos; vestidos, casas y hasta animales; granadas maduras, rojas; hombres, mujeres y bebés en donde la sangre pareciera escaparse de las venas. Nuestra Guernica no denuncia. Nuestra obra pictórica es un gran lienzo que se extiende tanto como la memoria. Sí, todo es un cuadro que carece de espectadores, y si acaso hay alguno, el museo no cobra para entrar, pero, sí para salir la módica cuota de una vida por persona, y a veces, hasta paquetes familiares.


La guerra, esa palabra acribillada por el uso, se ha instalado bien adentro en los hogares; en el paladar de los niños y debajo de las sillas de los colegios; se cuece en las brasas de los fogones de leña; y en las manos gruesas de los campesinos; monta en transporte público y hasta tiene puestos muy bien pagos. Todas las brutalidades que se tejen con el día a día parecieron invisibilizarse, volviéronse un ruido blanco. Palabras como: matar, picar, casas de pique, pegar, bombardeo, confrontación, dar de baja, conflicto armado, falsos positivos, desaparecidos, pescas milagrosas, retenes, toques de queda, paro armado, secuestro, vacunas, bullying, etcétera.


La ficción mediática ha desfigurado el horror. La rutinización de la barbarie no es más que un rosario de palabras que tienen todas algo en común, todas comparten sufrimiento conceptual. Nadie se duele de lo que las voces en la radio o en televisión arrojan diariamente. Es cierto que las noticias nos dan cuenta de la mayoría de tragedias porque perder una vida es eso, una tragedia; perder un mundo, perder la posibilidad de crear. Nos cuentan, contamos, sumamos, contabilizamos: cien asesinados, diez mil desaparecidos, cien mil desplazados, y seguiríamos con estadísticas que nos ubican en la lista de los países más violentos…


Recuerdo el tratamiento Ludovico presentado en la Naranja Mecánica: un sujeto es expuesto a una serie de imágenes violentas mientras es drogado para generar un rechazo a escenas de este tipo. Nuestro país lleva décadas con los ojos abiertos y la educación tradicional ha sabido poner la impronta de la letra con sangre entra. Aquí sabemos bien que existen estas desdichas, la sangre con letras entró y se estancó. Podemos dar cuenta de la señora que mataron en la esquina, de la niña violada, de la puñalada, de la bala perdida, de cuántos muertos nos sujetan al cementerio. No obstante, solo prestamos atención a la forma y no al fondo.


Definitivamente, el puente de las redes sociales o la televisión desligaron la condición humana de los miserables hechos a los que las personas deben hacer frente. El terror es un enemigo sin cara; no se esconde, se mimetizó con el paisaje y está tanto en las raíces como en las manos que riegan y podan.


Una llamada al recrudecimiento lexical debe ser el giro de tuerca. ¿Por qué no mencionar las desgarraduras viscerales de la violencia? ¿Para qué seguir insistiendo en los eufemismos y palabras trilladas que los medios (y por ende nosotros) con ronca fuerza vociferan? Ese eco de lo que allende era pavor, angustia, desasosiego, hoy no es más que el boca a boca, el cuento de tienda que se narra entre sorbo y sorbo.



Desbordemos la vida con lo que la gente llama amarillismo, al menos, en palabras. Digamos que en las ciudades te perforan las entrañas con un destornillador; que somos capaces de romperle la cabeza a martillazos al otro hasta sacarle los sesos; que las bombas te desmiembran y, sangre y tripas se secan en las paredes; que por un celular te rasgan la cara con un vidrio; que un hombre es muerto a hachazos en pleno centro; que un anciano muere bajo la lluvia arropado por cobijas húmedas en la puerta de una alcaldía. Tanto llanto, tanto abatimiento serían suficientes para arrebatarnos con anzuelos las palabras de la boca.


Ante esta canícula de salvajismo solo disponemos de la lengua. Ella es la moldeadora de realidades, ¿queremos sucumbir a la desconfiguración del horror, al hábito de la atrocidad? O ¿queremos que el verbo sea carne, cuerpo y sangre? Lo menos que podemos hacer es sentir el espanto horripilante que todos los días nos acecha.

Verbo: Es un animal. (Natalia Vergara, 9 años)


Todo esto es un mero paliativo a la verdadera tranquilidad que desearíamos. Viendo que no podemos cambiar una realidad tangible, al menos, comencemos haciendo uso de lo que disponemos y no nos han quitado: las palabras.




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*Texto publicado en la Revista Cosmogonía. (2019). Núm. 12. pp.16-18.



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